Ah sí, es un hecho, la vida tiene soundtrack. Se recuerda uno de la canción de la promo, de la de la abuelita; la del primer amor, la del segundo, la del de turno; la canción de la feria, la de navidad, el disco-poesía, el disco-bailongo, el disco-depre, no lo dudamos, le damos play y en nosotros algo se transforma, la vida incendia su sentido bailando, cantando.
Guatemala tiene para escoger, opciones musicales “qué va a querer, que va a llevar, qué le damos”, sin caer en nacionalismos gratuitos, claro, todos los países tienen sus ritmos, el nuestro por supuesto.
Veamos, del rock al fox-trot, de la cumbia a al corrido, de la salsa a los valses, qué sé yo, camina uno por la calle y en la tienda suena a todo volumen el progama de marimbas, los vecinos le dan macizo al reguetón y el chavito de enfrente vive intensamente su delirio punk (ay no, como cambian las cosas, del origen contestatario y desmadroso del punk queda ahora un tiernito y abrazable punketo, como un peluche de algún personaje de tim burton). La calle tiene su material, pero los buses no se quedan cortos, las extraurbanas hacia el occidente (y lo digo con conocimiento de causa) llevan religiosamente tex mex y corridos, fijo; en cambio las urbanas son impredecibles, puede ir escuchando José José, Tigres del norte, Wisin y Yandel, Arjona, Viernes Verde o Fidel Funes indistintamente, el remix urbano, así funciona.
Un paseo por la sexta, por qué no, es como un parque temático auditivo, heavy metal, bachata y música religiosa suenan al mismísimo tiempo casi en el mismo lugar, las bocinas hambrientas disputándose los transeúntes oídos, seguro, y en este instante en que yo escribo esto y usted lo lee alguna canción se escucha al fondo, no lo dudo: tal vez no seamos grandes bailarines (¿o sí?) pero somos amantes de la música, súbale pues.