Los domingos siempre eran bastante tranquilos. Cuando mi padre estaba en el país, no trabajaba ese día y disponía hacer algunas cosas con la familia unida. Siendo cuatro hermanas, no había necesidad de pensar en el estadio, en el diamante de beis o en cualquier otro deporte. Las actividades para las niñas de aquel tiempo (de los 60’s) eran diferentes.Por la mañana, claro está, asistíamos a la iglesia. Al salir de misa, volvíamos a la casa y almorzábamos. Mi madre se esmeraba con el almuerzo dominical, pues era el único día que estando todos juntos a esa hora, no habían prisas. En aquel tiempo, el almuerzo esperado para los domingos debía tener un buen par de pollos en él. Ya que no vendían las piezas sueltas sino que se compraban enteritos (algunas veces, hasta estaban vivos y se tenía que hacer todo el trabajo en casa, lo cual me parecía bastante desagradable aunque no era yo la encargada) y se llevaban a la mesa muy elegantemente dispuestos y adornados para que el apetito se abriera más.
Recuerdo muy bien los pollos dorados que cocinaba mamá, acompañados de puré de papas y una salsa de tomate con alcaparras ¡que eran de chuparse los dedos! Y nada mejor para completar el plato que arvejas en mantequilla (alverjas, como dicen en Xela) que se agarraban más fácil dejando un poco de puré en el tenedor. El postre podía ser de duraznos y cerezas en miel, que a todos nos encantaban; o tal vez, un flan de esos de cajita, marca Royal, con caramelo bañando cada porción que pasaba de mano en mano, hasta llegar al lugar al que mi madre lo enviaba. Grandes vasos de limonada fría nos servían de ayuda para “bajar la comida” y las tortillas calientes nunca faltaron a la mesa.
Al terminar nuestros alimentos esperábamos que mi padre nos diera el permiso para levantarnos de la mesa, no sin antes decir el tan chapín: “Muchas gracias y buen provecho”, al que los demás respondían: “¡Buen provecho!” Esa cálida y gentil costumbre, tan guatemalteca, no la he encontrado en ningún otro lugar. ¿Alguno de ustedes lo ha hecho?
Por la tarde salíamos a “dar una vuelta” y muy probablemente, después de hacerlo -literalmente- por la ciudad, terminaríamos estacionando el carro de mi padre en el final de la Avenida de Las Américas, en el Carrousel, para tomarnos un helado; o tal vez decidieran ir a tomar atol de elote y comer tostadas con salsa o guacamol a la Plaza Berlín.
El “día de descanso” terminaba con cansancio, pues la actividad en familia siempre era más complicada que la que hacíamos solos. Y aunque salir a dar vueltas en carro no era algo que en ese momento nos diera mucha alegría, ahora lo recuerdo con nostalgia y cariño. Eran los esfuerzos de mi padre por compartir con toda su familia las pocas horas que tenía para descansar de su larga jornada semanal.
Cada lugar de los que solíamos visitar los domingos, me trae cargamentos de nostalgia.